Si acaso tomara certezas de la guayabera ahora abundante de fierro y la haría saltar por los aires como piden las tripas que hacen ruidos pidiendo balas y pidiendo goles a favor; si acaso tomara una certeza de esta pérdida constante, le volaría la cabeza.
Pero lo dejo ir. Le dejo ir, diría la telenovela. Y yo la enciendo y mientras él se va, yo aprendo un nuevo idioma de venganza, con la guayabera llena de fierro tibiecito y el televisor prendido. Sin usar.
De la Hoya tuvo siempre esa condición exánime que lo diferenció de la gilada en forma abismal. Cuando había que irse, el guaso se iba. No había que decirle nada ni avivarlo con señas ni refranes. No era necesario el ‘ite yendo’, pues marchaba lento y pausado, solito por la vida cada vez que la muerte le avisaba.
Yo le envidiaba esa postura frente al cosmos. Le envidiaba ser tan vivo cuando el mundo que nos rodeaba era de muertos de hambre. Muertos de frío. Muertos de giles. Yo le envidiaba esa posibilidad de desaparecer por los techos y los tejados como felino en celo. Yo vivía en celo. Pero no era felino y cada vez que las circunstancias ameritaban una rápida desaparición de quien relata, quien relata siempre se quedaba y después decía para qué mierda me quedé, decía. Otra vez acá poniendo la caripela como un pescado y De la Hoya danzando como doncella bien atendida por los aires del pueblo derruido.
Esa noche de bruma londinense en Piquillín puso el sello dorado de su abismal habilidad. Había que hacer desaparecer a los dos policías de guardia. Los dos ropa prestada habían visto esas cosas raras que pasan en los pueblos entre los curas, los pendejos y el intendente. Y los dos botones, antes que hablaran, tenían que quedarse sin lengua.
De la Hoya, en una habitación húmeda y sofocante, afiló el cortaplumas con el filo de la bota de cuero de potro y chocó la hoja contra el foco que nos alumbraba a los dos. Mirá, me dijo. Mirá como brilla. ¿Qué es –le pregunté-, una lentejuela, maricón?
Maricón te vas a hacer cuando me la conozcas, contestó. Y nos fuimos a buscar a los dos botones de Piquillín, en una noche de niebla pesada y silencio asmático.
Llegamos a la comisaría. Los dos cobanis veían tele. Una serie de maricas y para maricas que hablan de amor y se tocan el culo como quien toma agua. No parecen policías, me dice. Parecen enfermeras abandonadas, vuelve a decir. Y me acuerdo de mi madre. Enfermera. Abandonada.
De la Hoya revienta la ventana principal con un cascote hecho de barro y bosta de caballo. Uno de ellos sale afuera, con la pistola entre las dos manos, apuntando a la Osa Mayor el muy pelotudo. De la Hoya lo agarró de atrás y le abrió el pescuezo. Brotaba sangre como brota de los pescuezos de los chanchos cuando se los hace salame en Piquillín.
El compañero, todavía mirando la mariconada en televisión, tardó como 10 minutos en darse cuenta. Y en esos 10 minutos que esperamos bajo la luna en Cuarto Creciente no sabíamos si entrar o quedarnos a la espera de que termine el programa en donde el galán estaba por confesar que era travesti por las noches estrelladas. Termina. El galán se confesó y el otro policía, pobrecito policía, advierte
que el compañero no volvió.
Vega, le grita. Vega, vuelve a gritar. De la Hoya está cansado y lo entiendo. De la Hoya lo quiere liquidar y yo también. Y el milico si gue gritando Vega, pero sin moverse de la silla y leyendo los créditos que la televisión anuncia de la telenovelas de galanes y travestis. Vega, vuelve a gritar. Y de la Hoya me mira y contesta, simulando la ronca voz de tinto y achalay, acá estoy pelotudo, podés venir de una vez.
Yo miraba al cana por un ventiluz esmerilado que tapaba más de la mitad. Sin dejar de ver la tele, el que llevaba la marca de la gorra calzada en la testa le decía a su compañero acuchillado ahí voy. Apurate, le gritó De la Hoya, sin importarle un carajo si el cana vivo se daba cuenta que era alguien imitando.
De la Hoya se quería ir. Pasan el partido de Alumni, me dijo. Por primera vez en 50 años lo pasan por la tele, me dijo en voz baja mientras esperábamos en la puerta de la comisaría del pueblo a que saliera el otro botón. Loco, jugué en las inferiores de Alumni, me volvió a decir. Es como mi casa el club, si no veo al partido me muero, insistió. Lo entendí un poco. El Deportivo y Cultural de mi pueblo nunca había llegado a la televisión. Y si alguna vez llegase, también estaría apurado en matar, como De la Hoya.
Mientras, pasaban los segundos y nosotros seguíamos tirados contra la pared de afuera, casi agachados, esperando que saliera el otro perejil para que el cura pudiera seguir durmiendo tranquilo. Y aburrido, volví sobre el tema del fútbol. Le dije a De la Hoya que entonces, en la tele, estarían sus ex compañeros, peleando por la camiseta del club que los vio crecer. No, aclaró. De mis compañeros, el que está en mejor forma soy yo. La mayoría tiene cirrosis. Son buenos para gambetear, pero tienen que correr con el hígado en una mano, detalló. Los directivos del club trajeron todos porteños. Parecen que chupan menos y le gustan pocos las minas. Está bien, dije, es comprensible en estas épocas de feroz competencia. A De la Hoya le importó un carajo lo que le dije y volvió a gritar sin impostar la vos: Salí la puta madre que te parió.
Y salió el cana. Con dos pistolas, avivado que no era gracia la cosa. Y De la Hoya me dijo no te metás. Yo lo liquido. Pero cuando lo iba agarrar desde atrás con la navaja que parecía una lentejuela entre los dientes, un auto importante apareció por la esquina de la comisaría. Y De la Hoya no se quedó abajo del ligustrín conmigo esperando que todo pasara. Sabedor de quién era el móvil, se arrastró unos 30 metros hacia donde había un gallinero y descogotó unas cuantas para que no alertaran a los dueños. Y ahí se quedó.
Mientras, yo sabía que me tocaba el otro. El trabajo era mitad para cada uno y él ya había liquidado a Vega. El auto importante apenas había pasado la bocacalle y andaba lento, sin saber a donde ir. El cana vivo seguía apostado con las dos pistolas, girando sobre sí mismo y sin saber cuál había sido el destino de su desangrado y marica compañero. De la Hoya intimaba con una gallina y yo, tirado en el piso sin saber qué mierda hacer, quería destrabar la situación. Y había que destrabarla con violencia, como siempre se ha destrabado el rumbo de la humanidad. Tomé la determinación y me abalancé por el costado, sin más armas que el puñal que calzo conmigo en la cintura desde que mi documento acusa una década.
Apucherado, ésta es la última, le dije al policía, que no era tan gil y empezó a resistirse, ahora con la dos pistolas en la mano y tirando tiros al aire. El auto importante justo ahora aceleró y llegó frente a la comisaría. Yo lo tenía de atrás, tratando de clavarle la punta en alguna vena para que se quedara piola, pero el cana seguía tirando tiros. El auto no me importaba. El poder de la curia y de la autoridad política me protegían. Pero el acobardado empezó a gritar intendente, intendente. Y el auto paró. Y se bajó el intendente. Yo lo tenía de atrás al cobani amanerado, con el puñal en el cogote. Una gallina parecía estar siendo violada por De la Hoya a metros del lugar y el auto frenó. Y bajó el intendente. Yo lo tenía al cana y el intendente me miraba serio, sin decir una palabra. Intendente, ayúdeme, decía el botón. Y el intendente, recién bajado del asiento del acompañante, miraba absorto la escena.
Le aclaré. Éste es el mirón, señor. Este es el que anda espiando. La misma cara de nada el intendente y abrió una de las puertas de atrás. Se bajó el cura. Y yo con el puñal a punto de abrirlo al policía.
Padrecito amigo, éste sabe todo, le dije como buscando que la pena no fuera más que 3 avemarías y 5 padrenestros. Este cabeza sabe que usted lo quiere mucho al hijito de la Chuchina, la cocinera, ese que tiene 12 años nomás, dije para ablandar el férreo corazón de la Iglesia. Pero después de decir todo lo que dije, de la misma puerta del cura se bajó el Juez de Paz, el único hombre respetable e incorruptible de Piquillín. Cara adusta, apenas se bajó de móvil me apuntó con una 45. A estos ladronzuelos hay que matarlos a todos, le dijo el intendente, quien me guiñó el ojo para que bajara el cuchillo.
Lo bajé. Y con él mi futuro. Y grité De la Hoya y la concha que te parió. Las gallinas se alborotaron. Gol de Alumni. Mientras yo marchaba preso, alguien festejaba.
Me culparon de homicidio contra la autoridad y me comí 6 años en el calabozo del pueblo, a polenta y salchichón. El cura y el intendente salvaron las ropas, uno es congresal y el otro habla de moral y buenas costumbres todas las noches por el mismo canal por donde pasaban el partido de Alumni.
Yo me hice amigo del cana que estuve a punto de matar. Por la buena relación, me perdonó como 5 meses y me abrió la puerta de rejas para que me vaya. Y salí para buscarlo a él.
Y hoy lo encuentro. De la Hoya. Nos encontramos. Él sigue en la misma. Yo en ninguna. Pero tengo la guayabera calentita para tomarme venganza del abandono aquél. Ganó Alumni y ascendimos, me dice apenas me ve. Tomá, dice y tira sobre la mesa del bar en el que nos encontramos una camiseta de fútbol autografiada. En la vuelta olímpica me acordé de vos.
Soy hincha del Deportivo y Cultural, le aclaré y fui metiendo la mano entre mis ropas. Me limpio el culo con esa camiseta le dije. Sabés que ésta es la última, cagón, añadí. La viejita que atendía la barra, única habitante del bar a esa hora, trajo dos ginebras. Las había encargado De la Hoya. Para que brindemos, me dice.
Está bien, brindemos. Porque es tu última noche. Digo yo y él interrumpe y dice que no, que mejor brindemos por el avance de Piquillín. Qué avance, le pregunto, desconcertado. Por éste, dice, y me señala un ángulo del techo. Cualquier bar tiene cámaras de televisión para filmar lo que pasa. ¿No es bueno eso? Así la gente no se anda matando así porque así, asevera.
Tomó el vaso de ginebra de un solo saque. Se limpió la barbilla negra con el mantel de la mesa y se me acercó. Me dio un beso en la frente y dijo en mi oído: Cuando te tenés que ir, ite.
Y se fue.
La viejita se acercó de nuevo a mi mesa, mientras De la Hoya traspasaba el umbral de la puerta del bar con circuito cerrado de televisión. ¿Usted va a pagar le ginebra?, me preguntó la vieja. Sí, le dije, sino la paga este pelotudo, quién carajo la paga.
La guayabera está calentita. La vieja me prende la tele. Pasan una novela para maricas. Esta es la mía dije. Donde se tocan el culo como quien toma agua.