Palabras en el altillo
No me importa ser,
mucho menos, parecer,
soy lo que cada uno,
de mi quiere ver.
Más grotesco,
más dantesco,
una historia compleja,
o un simple bosquejo,
el mismísimo infierno,
con todos sus lamentos,
o el mar del paraíso,
en un amanecer sereno.
Heme aquí, descalzo,
de errores un puñado,
y unas pocas virtudes,
entre ellos salpicados.
Y me urge la vida,
en vanidad ungida,
y me urge la muerte,
que comparte mis días.
Amo hasta donde puedo,
hasta donde cabe el silencio,
odio hasta que el olvido,
se lleve tu nombre en el viento.
Las nueve musas me conocen,
y saben que antes de las doce,
deben huir de mi lado,
para no ser esclavas en mi noche.
Sigo solo,
parece que siempre estuve solo,
masticando sueños,
en el río de los sordos,
tomando muy cargado el café,
escarbando en el ayer,
ese minuto infinito,
que no me quiere reconocer,
y a veces profundamente creo,
que sin saber, soy Pedro,
y también que soy el lobo,
escapando de la turba en el eco.
Soy una casa sin ventanas,
con una margarita blanca,
que nadie ha visto por dentro,
que nunca verá la mañana;
y el silencio,
testigo de mis destierros,
de mis ausentes palabras,
y las desventuras de mis besos.
Poco queda en mi libro,
el tiempo no es el amigo,
que en los últimos metros,
pueda quedarse conmigo.
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