viernes, 31 de mayo de 2019

Marisa descalza



Cuando miró el reloj,

habían pasado diez años,

diez condenas, diez suspiros,

y una canción sin estribillos.



Rodeada de infinidad de libros,

se había quedado dormida,

entre el remolino de las palabras,

y las historias que no eran suyas;

tomó un principio, tomó un final,

creyendo así que podría,

antes de la madrugada,

desarrollar su propia impronta.



Nadie la esperaba,

a nadie esperaba.



Hizo un vuelo rasante,

sobre el origen de sus latidos,

y como su corazón se comportaba,

como un eterno adolescente,

entre explosiones solares,

y serenas llanuras lunares,

remontó sus inseguridades,

sobre el mar de sus pensamientos.



Se maquilló un poco el rostro,

para darle la bienvenida,

con su más radiante sonrisa,

a los designios del destino,

aunque íntimamente,

no creía plenamente en él.



Nuevamente vio el reloj,

que detuvo sin aviso su andar,

como dándole la bendición,

para ser responsable de su tiempo.



Tomó algunos de sus libros,

un lápiz y un papel en blanco,

se paró sobre una mesa ratona,

y sin más, comenzó a volar.

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