domingo, 18 de octubre de 2009

La Casa en primavera // María José Moreno // la jose

La nieve comenzaba a deslizarse desde la majestuosidad de aquella montaña, por los profundos y zigzagueantes surcos que durante todo el invierno habían dormido cubiertos por aquel manto blanco y de manos heladas, esperando el permiso de la primavera con su cálido abrazo, para volver a danzar entre las sonrientes piedras y bordear la casa deshabitada de la ladera.
En un tiempo del cual nadie recuerda exactamente cuando, ni siquiera si por aquellos días el tiempo era tal, o solamente una fugaz llama en la que se cruzan los instantes sin dejar huellas a cerca de la certeza de lo que ahora voy a contar.
Pero lo importante no solo es que esta historia haya acontecido con toda la fuerza de su veracidad junto a la naciente sombra del haya, cuyas flores se abrían con recelo, pero entregadas a los brazos de la primavera como la novia que llegaba en ese preciso instante en que se casa, y con la primera ilusión entrecruza el umbral de aquella casa de ensueños y esperanzas.
Don Juan dice que fue testigo, y lo que él cuenta, tiene el don de transformarse en verdadero y en leyenda que sacude a la comarca de su vida habitual, para convertir en mágicos aquellos momentos en que Juan relata sus historias.
Casa simple, de maderas desgastadas por la mirada de tanta gente que quiso entrar para revivir lo que allí había acontecido. El aroma del fuego recién encendido al atardecer.
Su esposo la llama. Nadie contesta. El vestido de novia descansa, como abandonado y envejecido, junto al sillón de la habitación después de la primera noche de bodas.
La llama y vuelve su cabeza. En la soledad de aquel atardecer, su voz retumba como un lamento desesperado, sin esperanza. Quizás, ya sabía que nadie acudiría a su llamado.
Las velas encendidas, con su pabilo ondulante, parecen esperarla con ansiedad. Esa de nunca jamás.
Apresuradamente abandona la casa. Corre, hunde sus pesadas botas en los arroyos. Sus piernas se cansan. Hace frío aún y sus pasos se hacen cada vez más lentos. Corre más rápido y parece no avanzar.


El lago, con sus pequeñas olas un poco enojadas esta vez, alejaba el barco rápidamente. Su vela de color tornasolado, envuelta en la brisa fresca, se confundía con el anaranjado sol del atardecer.
Hunde sus piernas en el agua fría, siente un dolor cortante entre ellas, pero no cede, nada, sus ropas lo hacen retroceder, pero el barco no parece tan lejano como antes. Lo alcanza, y se aferra a la soga gruesa y áspera. Escala. Camina con su último aliento al interior de la coraza. Allí lo espera Don Juan y la novia tendida en un lecho de algas marinas. Blanca, confundiéndose su rostro con la eterna nieve en la cima de aquellos alpes, con su última sonrisa dibujada en el rostro. La sonrisa que le regaló el primer día en que se cruzaron por aquellas pedregosas y angostas calles del pueblo. Sonrisa de encuentro, sonrisa de adiós.
Don Juan la vela en el lecho de algas. Al escuchar el sonido de aquella respiración ya casi sin aliento, que exhala dolor, el dolor irresistible de haberla perdido, da vuelta su rostro, su mirada se encuentra con los ojos de aquel hombre desolado y parece preguntarle: ¿Cómo? ¿No lo imaginaste al cruzar por primera vez el umbral de la casa? ¿No pudiste percibir el instante en que ella ya no te contestaba?

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