Mientras caminaba por la calle Belgrano arriba en aquel atardecer de sol tan débil y pequeño que podía decirse iba esfumándose del mundo como para no volver, cabizbaja y pensativa, María regresaba a su casa.
Las hojas mustias con su melancolía de verano verde, eran buscadas por María quien disfrutaba del crujido de éstas al pisarlas con sus zapatos cerrados y de tacones fuertes en las tardes otoñales. Algunas, más traviesas lograban escapársele de entre sus pies y alejarse en una danza envolvente, arremolinada, en la cual María se sumergía y las sentía en su aspereza, en su languidez al desprenderse del gran plátano de la vereda de la casa de su vecino Miguel, quien ese momento se encontraba como siempre en el zaguán, con la parsimonia de quien contempla los días sin que nada pueda perturbarle.
-Buenas tardes señorita María - ¿Ya de vuelta al barrio, tan temprano?
- Sí – Contestó María – Quien ya comenzaba a sentir que la voz de Miguel le sonaba como de otro mundo. Por eso dio vuelta su rostro y lo miró. Sí, allí estaba su vecino de rostro colorado por el sol, parado en el zaguán, con las manos perdidas en los mismos pantalones raídos de ayer a la misma hora. Miró hacia el piso y las baldosas rojas estaban cubiertas totalmente con hojas. Miguel decía que nunca las barría porque así como éstas eran bellas en su época de verde esplendor, también su tristeza de otoño en opaco ámbar embellecía el atardecer.
María se sentía somnolienta, el barrio era tan conocido como siempre, pero a la vez ella ya no le pertenecía. Hundió la mano pesadamente en el bolsillo del saco y buscó las llaves de su casa….
- Señorita- la llamó Miguel.
- ¿Qué pasa Miguel?- la mano daba vueltas pesadamente en el fondo del saco buscando las llaves que se habían escapado por la entretela del bolsillo. Allá al fondo, María sintió el tintinear de acero de las llaves. ¡Por fin! Pensé que las había perdido.
- … hoy a su casa – le dijo Miguel.
Fue lo único que escuchó de la frase de su vecino. Sin embargo le dijo un “gracias” como si le hubiese prestado atención y entró a la casa, corrió el cerrojo de la puerta, prendió la luz de la salita, se despojó del abrigo y se dirigía a su cuarto cuando vio una débil luz proveniente del escritorio. Pensó que se había olvidado de apagarla. Se disponía a entrar y pudo observar la proyección de una sombra de larga cabellera en la pared.
Se asomó. No sintió temor. Sabía que no era un extraño. Simplemente una mujer de larga cabellera color ámbar como aquellas hojas de otoño, escribía sin cesar en un papel.
Se acercó más y le tocó el hombro, su mano era tan transparente, tan débil, que la mujer no la sintió. Dio vuelta por el escritorio y se paró frente a ella, pudo ver las manos blancas y miró las suyas que cada vez se hacían más blancas y transparentes. Sintió lo etéreo de su presencia, miró sus propios brazos y eran tan frágiles, surcado de pequeñas venas color azulado.
La mujer levantó la mirada y María posó sus ojos en los de ella, fijamente, sus ojos color almendra. La otra mujer la miraba a los ojos pero María se dio cuenta que no la veía. Tenía sus mismos ojos. Se sentía débil ante aquella mirada, sentía que la penetraba sin verla. Que la conocía hasta en lo más íntimo.
Acercó más su rostro al de la mujer. Èsta abría más los ojos al vacío como queriendo abarcarlo con sus pensamientos y María, acercándose más, la escrutaba con sus ojos almendrados, estaba tan cerca que sentía su parpadeo, las humedad de los mismos se entremezclaba con la de los suyos .Pudo acariciarlos con sus propios ojos, ver su mirada en las pupilas oscuras rodeadas como de almendras rasgadas y leer estas palabras en el papel que la mujer escriba. Pero se sentía cada vez más débil. La acarició y sintió su piel de blanca y suave transparencia. En ese instante la mujer pareció sentir un escalofrío. María se acercó y sus débil es brazos sintieron el torrente sanguíneo de los brazos de aquella mujer penetrando en sus venas. Estaba en ella. Era ella. La sintió angustiarse, llegar cansada, pensar en el otoño que comenzaba. Pudo ver su mirada en la de aquella mujer. Escuchó el ruido visceral producido por la soledad en que vivía. El corazón de bombeo tranquilo y pudo ver los recuerdos… El del patio soleado de su niñez rodeada de veranos con gusto a duraznos recién cortados. Los húmedos besos de adolescente escondida en los zaguanes. Pudo ver futuros otoños de hojas sin barrer, de recuerdos sin borrar. Vio el instante en que se quedó sola en aquella casa sin Eduardo, Eduardo. Lo vio en la habitación junto a ella amándose. Lo vio cruzando el umbral para no volver y sintió en ese momento la congoja que se adueñaba de aquella mujer. Pudo retornar a la sonrisa de su infancia cobijada por regazos de abuelas en casas de campos. Vio este invierno sin Eduardo, imaginó las siguientes estaciones. El crepúsculo anaranjado del próximo verano en el patio de su casa, sintió el fin del amor en su alma.
Justo en ese momento sonó el timbre. María quiso atender pero sus piernas ya no le respondían. Hasta su rostro era ya transparente. La mujer se levantó.
Pudo sentir la voz de Miguel.
- ¿Se encuentra bien Señorita María? – le preguntó – Me pareció raro verla por el barrio más temprano que siempre hoy por la tarde.
- Estoy bien Miguel, gracias. Pero la verdad usted debe de estar confundido. Hoy no he salido de mi casa.
Miguel pudo comprender. La Señorita María había cambiado desde un año hasta esta parte. Pero… ¿Quién era aquella mujer que él vio pasar hace un momento atrás? ¿La que entró a esa casa? ¿Alguien que la señorita María quería ocultar? ¿Quizás María no recordó haberlo saludado? ¿O simplemente ese era el principio del olvido?
Las hojas mustias con su melancolía de verano verde, eran buscadas por María quien disfrutaba del crujido de éstas al pisarlas con sus zapatos cerrados y de tacones fuertes en las tardes otoñales. Algunas, más traviesas lograban escapársele de entre sus pies y alejarse en una danza envolvente, arremolinada, en la cual María se sumergía y las sentía en su aspereza, en su languidez al desprenderse del gran plátano de la vereda de la casa de su vecino Miguel, quien ese momento se encontraba como siempre en el zaguán, con la parsimonia de quien contempla los días sin que nada pueda perturbarle.
-Buenas tardes señorita María - ¿Ya de vuelta al barrio, tan temprano?
- Sí – Contestó María – Quien ya comenzaba a sentir que la voz de Miguel le sonaba como de otro mundo. Por eso dio vuelta su rostro y lo miró. Sí, allí estaba su vecino de rostro colorado por el sol, parado en el zaguán, con las manos perdidas en los mismos pantalones raídos de ayer a la misma hora. Miró hacia el piso y las baldosas rojas estaban cubiertas totalmente con hojas. Miguel decía que nunca las barría porque así como éstas eran bellas en su época de verde esplendor, también su tristeza de otoño en opaco ámbar embellecía el atardecer.
María se sentía somnolienta, el barrio era tan conocido como siempre, pero a la vez ella ya no le pertenecía. Hundió la mano pesadamente en el bolsillo del saco y buscó las llaves de su casa….
- Señorita- la llamó Miguel.
- ¿Qué pasa Miguel?- la mano daba vueltas pesadamente en el fondo del saco buscando las llaves que se habían escapado por la entretela del bolsillo. Allá al fondo, María sintió el tintinear de acero de las llaves. ¡Por fin! Pensé que las había perdido.
- … hoy a su casa – le dijo Miguel.
Fue lo único que escuchó de la frase de su vecino. Sin embargo le dijo un “gracias” como si le hubiese prestado atención y entró a la casa, corrió el cerrojo de la puerta, prendió la luz de la salita, se despojó del abrigo y se dirigía a su cuarto cuando vio una débil luz proveniente del escritorio. Pensó que se había olvidado de apagarla. Se disponía a entrar y pudo observar la proyección de una sombra de larga cabellera en la pared.
Se asomó. No sintió temor. Sabía que no era un extraño. Simplemente una mujer de larga cabellera color ámbar como aquellas hojas de otoño, escribía sin cesar en un papel.
Se acercó más y le tocó el hombro, su mano era tan transparente, tan débil, que la mujer no la sintió. Dio vuelta por el escritorio y se paró frente a ella, pudo ver las manos blancas y miró las suyas que cada vez se hacían más blancas y transparentes. Sintió lo etéreo de su presencia, miró sus propios brazos y eran tan frágiles, surcado de pequeñas venas color azulado.
La mujer levantó la mirada y María posó sus ojos en los de ella, fijamente, sus ojos color almendra. La otra mujer la miraba a los ojos pero María se dio cuenta que no la veía. Tenía sus mismos ojos. Se sentía débil ante aquella mirada, sentía que la penetraba sin verla. Que la conocía hasta en lo más íntimo.
Acercó más su rostro al de la mujer. Èsta abría más los ojos al vacío como queriendo abarcarlo con sus pensamientos y María, acercándose más, la escrutaba con sus ojos almendrados, estaba tan cerca que sentía su parpadeo, las humedad de los mismos se entremezclaba con la de los suyos .Pudo acariciarlos con sus propios ojos, ver su mirada en las pupilas oscuras rodeadas como de almendras rasgadas y leer estas palabras en el papel que la mujer escriba. Pero se sentía cada vez más débil. La acarició y sintió su piel de blanca y suave transparencia. En ese instante la mujer pareció sentir un escalofrío. María se acercó y sus débil es brazos sintieron el torrente sanguíneo de los brazos de aquella mujer penetrando en sus venas. Estaba en ella. Era ella. La sintió angustiarse, llegar cansada, pensar en el otoño que comenzaba. Pudo ver su mirada en la de aquella mujer. Escuchó el ruido visceral producido por la soledad en que vivía. El corazón de bombeo tranquilo y pudo ver los recuerdos… El del patio soleado de su niñez rodeada de veranos con gusto a duraznos recién cortados. Los húmedos besos de adolescente escondida en los zaguanes. Pudo ver futuros otoños de hojas sin barrer, de recuerdos sin borrar. Vio el instante en que se quedó sola en aquella casa sin Eduardo, Eduardo. Lo vio en la habitación junto a ella amándose. Lo vio cruzando el umbral para no volver y sintió en ese momento la congoja que se adueñaba de aquella mujer. Pudo retornar a la sonrisa de su infancia cobijada por regazos de abuelas en casas de campos. Vio este invierno sin Eduardo, imaginó las siguientes estaciones. El crepúsculo anaranjado del próximo verano en el patio de su casa, sintió el fin del amor en su alma.
Justo en ese momento sonó el timbre. María quiso atender pero sus piernas ya no le respondían. Hasta su rostro era ya transparente. La mujer se levantó.
Pudo sentir la voz de Miguel.
- ¿Se encuentra bien Señorita María? – le preguntó – Me pareció raro verla por el barrio más temprano que siempre hoy por la tarde.
- Estoy bien Miguel, gracias. Pero la verdad usted debe de estar confundido. Hoy no he salido de mi casa.
Miguel pudo comprender. La Señorita María había cambiado desde un año hasta esta parte. Pero… ¿Quién era aquella mujer que él vio pasar hace un momento atrás? ¿La que entró a esa casa? ¿Alguien que la señorita María quería ocultar? ¿Quizás María no recordó haberlo saludado? ¿O simplemente ese era el principio del olvido?
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