Ella llegó de la noche, del lugar,
a dónde nunca migran las
golondrinas,
y las emociones son palabras,
que hasta el eco las desecha.
Cuando cruzó la calle principal,
con su andar sereno,
sólo llevaba puesta su mirada,
y los antojos del tiempo en su
piel.
Separó de un tarro de basura,
algo para comer,
después de lavarse las manos,
se sentó en un banco de la
plaza,
puso un pañuelito blanco,
sobre el banco de madera,
deslizó una pequeña oración,
y elegantemente, cenó.
Al terminar volvió a la noche,
se mezcló entre las penas
perdidas,
y con sutil encanto,
preguntó a un desprevenido,
el atajo más conveniente,
que la llevara a su futuro,
sin pasar por su presente.
El joven la miró a los ojos,
queriendo ver más allá,
señaló al azar una dirección,
diciéndole que por ahí era,
después le tomó la mano,
se ofreció a acompañarla,
y en ese instante mágico,
ambos supieron sin dudar,
que habían llegado,
al lugar que ellos buscaban.
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