Camilo tenía un pequeño bote,
dónde apenas él y su pesca
cabían,
Camilo vivía en un pueblito,
en el margen de un lago calmo,
de cuya generosidad,
aquel pueblito se sustentaba.
Lejos de los mares,
ignorantes de las urbes,
los pasos y las palabras,
siempre iban a los mismos
lugares,
al igual que la rutina del sol,
naciendo tras el lago,
y muriendo lentamente,
detrás del humo de un cigarro.
Camilo se hizo a las aguas,
muy temprano,
antes que despertaran los
dioses,
al corazón de algún cardumen,
que se entreguen a sus redes,
empuñadas por sus manos ajadas.
Con el correr del día,
una tormenta furiosa castigó al
espejo,
y las olas que nunca hubo,
se convocaron sobre su navío,
Camilo cayó, Camilo sin
quererlo,
viajó hasta lo profundo,
donde sintió que alguien,
le cantaba suave al oído,
y lo acariciaba con ternura,
hasta despejar el miedo.
Una Nereida en un pequeño lago,
a vidas de su Mediterráneo,
era algo que nadie,
por más que quisiera entendería,
ella sólo quería vivir,
al lado de quién sólo podía
morir,
para darle un lugar en su
eternidad,
al amparo de su amoroso cuidado.
No se si para siempre fueron
felices,
no se si Camilo aprendió a
cantar,
o la Nereida volvió a su mar,
pero cuando los dioses aún
duermen,
los peces buscan las redes,
una y otra y otra vez,
como un romance suicida,
para tratar de ellas escapar.
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