Por error de la naturaleza,
o designio del destino,
su primer hogar fue,
tierra árida, triste tierra,
dónde el sol castigaba,
sin piedad durante el día,
y la luna convocaba,
en el frío de las largas noches.
Sobre un manto de olvido,
su inocencia le dió sueños,
sus sueños fortalecieron su alma,
y su alma se llenó de luz.
Y aquel cielo amargo,
cargado de falsas estrellas,
que le cantaba cuando retoño,
viejas canciones de cuna,
fue ablandando su corazón,
al verla crecer feliz,
aunque de por sí, no entendía,
que le daba tanta paz.
Pero ella siempre supo,
que sólo ella podía cambiarlo todo,
primero como semilla,
escapada de algún cuento,
después pequeño brote,
tan tierno como su verdor,
y cuando crecieron sus espinas,
las transformó en abrazos,
e inmediatamente floreció,
a pesar de su recio entorno,
al que pudo cautivar,
con su infinita belleza.
Sus raices se hicieron ríos,
como vertientes de sangre nueva,
que todo lo abarcaba,
que todo lo acariciaba,
y ante la mirada de los necios,
y las resistencias absurdas,
pobló con sus vástagos,
cada palmo del desierto.
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