Encendió un cigarro de puros pensamientos,
llenó su copa con nostalgias de su mejor vino,
se sentó en su sillón tapizado de dilemas,
para poder leer su libro de páginas en blanco.
La ventana traía una leve brisa de pasados,
con pequeños remolinos de su niñez descalza,
que jugaban en pliegos de las cortinas,
bordadas con los hilos de la siesta del barrio.
El señor Orestes tenía mucho tiempo por perder,
el mismo que nunca le había alcanzado,
y en su pequeño mundo de paredes blancas,
todo a su alrededor carecía de fronteras.
Sumido en su soledad sin música de fondo,
una tarde cerró para no volver a abrir sus ojos,
e inmerso en un océano de aguas transparentes,
por fin pudo cambiar sus riquezas por libertad.
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