tropezaba, se levantaba, seguía,
su rodillas lastimadas sangraban,
como una fuente recién encendida,
su ropa ajada, ya casi descalza,
por que su calzado dijo basta.
Y en cuanto llegaba al llano,
lavaba sus manos y su frente,
para emprender la trepada,
como si fuese la primera vez,
para re entregarse a la vorágine,
del ferozmente vertiginoso descenso.
Teresa no estaba loca, tenía el fuego,
de los que nunca se rinden,
a pesar de tener que bajar mil veces,
para poder llegar al menos una vez,
a regar con el sudor de su esfuerzo,
el duraznero que coronaba la cima.
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