Se paró sobre mi almohada,
dejó caer sus prendas,
soltó su rojizo cabello,
sobre el largo de su espalda,
y respiró profundamente,
ignorando mi presencia.
Su desnudez resplandecía,
en mi habitación en penumbras,
como una vertiente de promesas,
para quien necesita una mentira.
El rimel en sus ojos,
daba crédito que había llorado,
aunque la calma en su rostro,
revelaba que todo había llegado,
a conciliar su alado presente,
con el manto de su sibilino pasado.
Luego se fijó en mí, sonriendo,
se arrodilló y sin dejar de mirarme,
tras una caricia, me besó,
con un beso lleno de ternura,
y lentamente sin pausa,
entró en lo profundo de mi cabeza.
Desde aquel día vive en mí,
y las mañanas nubladas,
sale por un momento,
para compartir conmigo,
una charla serena “tête à tête”,
y el aroma puro de un café.
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