Álbaro, el mago,
ilusionaba a todos con sus ilusiones,
palomas blancas,
que dóciles aparecían,
agua vertiendo de revistas,
fuego que nacía de sus manos,
levitaciones de bolas plateadas,
en un marco rodeado de niños.
Álvaro no tenía el don,
mucho menos la destreza,
pero era tanto el amor que ponía,
que todos lo disfrutaba igual,
y él, convencido,
que sus actos eran perfectos,
y la gente, agradecida,
no dejaba de asistir.
Álbaro, el mago, soñaba feliz,
en la gente que invitaba a soñar,
cuando llegaba a la plaza,
con su varita y su galera,
y empezaba su rutina,
siempre a las 12 en punto.
Una tarde llegaron visitantes al pueblo,
una familia de la ciudad,
animados por la gente,
fueron a ver el show de Álvaro,
y temprano descubrieron,
sus mangas llenas de trucos,
y mirando sorprendidos,
como nadie decía nada,
preguntaron el por qué,
tanto lo ovacionaban.
Una niñita se les acercó,
y con su vocecita les dijo:
Todos lo sabemos,
pero el secreto está en sus ojos,
en lo que nos devuelve,
por cada aplauso que le brindamos,
en la molestia que se toma cada día,
en estar para nosotros,
y ahí está su magia,
que no cabe en ninguna manga.
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